Tantas veces hemos visto en medios la historia de la “danza de la lluvia”, las más de las veces como una burla de ciertas culturas indígenas por parte del colonialismo británico-estadounidense. Pero este no es el caso. Les contaremos la historia de la verdadera rogativa de la lluvia de los quechuas del pueblo de Tala, en el norte de Chile.

Todos sabemos que San Isidro no deja de brindarnos su ayuda cuando una excesiva sequía desuela nuestros campos y amenaza las cosechas y el ganado. Naturalmente, debemos implorarla en debida forma y llevar una vida que merezca su protección.

Pero pocos saben que tales rogativas ya las hacían los indígenas antes que conocieran las enseñanzas cristianas. Y a veces siguen practicándolas sin recurrir a San Isidro.

Un caso ha sido relatado referente al pueblo de Tala (cuyo nombre significa Ventoso en quechua). Queda en el antiguo departamento de Tarata, devuelto al Perú, no lejos de la confluencia del río homónimo con el Salado, que dan origen al de Sama. Está situado a una altitud de más de 2.400 metros. El río se forma por la confluencia de numerosos tributarios, algunos de los cuales provienen del cordón del Barroso, uno de los más llevados de la región, con numerosas cumbres de más de 5.500 metros.

Chocan allá arriba los cálidos vientos alisios orientales con los frígidos del Pacifico, lo que provoca grandes precipitaciones. Pero a veces falla la meteorología... y se presenta la sequía.

Los vecinos de Tala, que han conservado su antiguo gentilar, en que los muertos se sepultan momificados. Estiman, al igual que los mapuches, que los caciques tienen el deber de velar por los suyos aún después de fallecidos. Creen, además, y en esto se diferencian de aquéllos, que el grupo familiar está ligado por lazos tan sólidos que ellos no se interrumpen con la muerte. Según su creencia, separar a un difunto de sus familiares que lo rodean en su tumba, es como expatriarlo.

Ocurrió, sin embargo, que el río Tala comenzó a mermar hasta secarse por completo. Hubo alarma pública. Los vecinos se reunían y comentaban la situación. Y llegaron unánimemente a la conclusión de que sus curacas difuntos se estaban mostrando insensibles ante la calamidad general, por lo cual convenía recordarles que cumplieran con sus deberes.

Se reunieron en el gentilar, realizaron ceremonias paganas y extrajeron de la tumba la momia del más renombrado de sus antiguos curacas. En seguida, llevándola en andas, en solemne procesión, marcharon con ella al vecino pueblo de Ancomarca (en aymará de anco, cría, y marca, comarca: Pastal de Crianza), donde existía otro gentilar. Abrieron allá una tumba y colocaron en ella a la momia, dándole debida sepultura.

Este castigo impuesto al curaca difunto tenía por objeto despertarlo de su letargo y hacerlo sentir la sequía, provocada por él debido a su desidia de velar por la suerte de los suyos.

En efecto, pasaron pocos días, y se volvió a desencadenar una formidable tormenta de nieve y lluvia en el cordón del Barroso, que fertilizó todos los campos vecinos.

En una segunda procesión, esta vez acompañada por gritos de alegría y contento, la momia fue retirada de Ancomarca y depositada otra vez en su propia tumba. El temporal dio motivo a una gran borrachera para celebrar la llegada de las aguas.

Para aplicar esta magia de hacer llover es preciso, sin embargo, tratar a la momia con grandes consideraciones y el mayor respeto, pues aquellos indios son de opinión que quien profana una tumba es castigado con la muerte inmediata.

*Texto adaptado de Mitos y Leyendas de Chile, de Carlos Keller.

**Saludos a nuestros lectores de Madrid en este día de San Isidro. 


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