En esta
sesión de formación cívica nacional, de especial relevancia pues estamos
ad-portas de las elecciones presidenciales, hemos querido revalorizar la
tradición, pilar fundamental de la comunidad nacional rinoislandesa.
La
tradición es fundamental para el desarrollo de una nación. Sin embargo, es
frecuente verla confundida o malinterpretada con la mera rutina, o siendo
utilizada por formas reaccionarias de lamentable reputación. Por ello, quiero
hacer un breve repaso por el correcto sentido de la tradición, y distinguirla
de ciertos yerros bastante extendidos.
Para
definirla recurriré a una genial argumentación del padre Osvaldo Lira, tomista
chileno. En primer lugar, debemos señalar que la nación es un ente orgánico;
como todos ellos está también posee un cuerpo, que no es sino la comunidad nacional,
o los individuos que forman parte de ella. Pero ese cuerpo no es pura materia,
sino que posee un alma, que unifica los miembros sueltos de ese cuerpo de la
nación, dotándola de fisonomía propia y volviéndola unidad de ser, una sola
comunidad.
Esa alma
nacional, plantea Lira, se desarrolla progresivamente sobre la base de “los
valores que cada generación le vaya entregando a la que haya de sucederle en el
decurso del tiempo, constituyéndose así con las aportaciones de todas ellas
reunidas”. Esta comunión de valores progresiva es la tradición, y precisamente
su característica es ir perfeccionándose con el tiempo; si fuera inmutable
sería anquilosis, y por tanto no sería realmente un alma nacional, sino una
mera rutina, una repetición de actos carentes de significado y
trascendencia.
Lira
explica que, así como en geometría se necesitan dos puntos para determinar el
sentido de una línea recta, también en la dirección de la nación es preciso
conjugar los valores actuales del presente con los valores del pasado para
poder determinar los valores del porvenir. Por ello “resulta indispensable que
cada país, cada nación, se manifieste esmeradamente cuidadoso de su tradición”
ya que solo así el espíritu de la comunidad nacional podrá ir “progresando
esencialmente y enriqueciéndose incesantemente, para lo cual le es
imprescindible conservarse fiel a los valores que cada generación le vaya
entregando a la que haya de sucederle en el decurso del tiempo”.
El
romanticismo es una actitud endeble que, precisamente, viene a colocar todos
los pilares fundamentales en terreno pantanoso; el romanticismo es una escuela
sin líneas constantes, que encomienda en cada minuto, en cada trance, a la
sensibilidad la resolución de aquellos problemas que no pueden encomendarse sino
a la razón.
El
romanticismo era afecto a la naturalidad. La “vuelta a la Naturaleza” fué su
consigna. Con esto, la “nación” vino a identificarse con lo “nativo”. Lo que
determinaba una nación era los caracteres étnicos, lingüísticos, topográficos,
climatológicos. En último extremo, la comunidad de usos, costumbres y
tradición; pero tomada la tradición poco más que como el recuerdo de los mismos
usos reiterados, no como referencia a un proceso histórico que fuera como una
situación de partida hacia un tal vez inasequible punto de llegada. En esto,
comparten su opinión con los marxistas, que critican la tradición al entenderla
igual que los románticos. Resulta fundamental esta distinción, pues es
frecuente su confusión. Inclusive Hobsbawm, un famoso historiador marxista, que
plantea que la tradición es un invento, la confunde con rutina, al pretender
erradamente que el uso de pelucas por parte de los jueces ingleses es
tradición.
De
aquí que sea superfluo poner en claro si en una nación se dan los requisitos de
unidad de geografía, de raza o de lengua; lo importante es esclarecer si
existe, en lo universal, la unidad de destino histórico.
Los
tiempos clásicos vieron esto con su claridad acostumbrada. Por eso no usaron
nunca las palabras “patria” y “nación” en el sentido romántico, ni clavaron las
anclas del patriotismo en el obscuro amor a la tierra. Antes bien, prefirieron
las expresiones alusivas al “instrumento histórico”.
Me
debo detener en una anécdota aquí. Discutiendo de la tradición y del padre
Osvaldo Lira con un “profesor” chileno, autodenominado “estudioso del
nacionalismo” me planteó textualmente que “Sé que la tradición inevitablemente
supone recurrir a una postura esencialista, pero la definición holística de
Lira es más bien hueca en la forma utilizada (si me permite): queda desmentida
precisamente por los valores más bien progresistas y liberales actualmente en
boga. Luego, esa tradición, como esencial, no valía mucho, ya que el tiempo la
terminó por horadar (el riesgo de usar conceptos teológicos, sin hacerse cargo
de la secularización).”
¡Y se
hace llamar profesor semejante sujeto! Para el, y para el intelectual marxista la
comunidad de usos, costumbres y tradición son lo mismo; toman la tradición como
poco más que el recuerdo de los mismos usos reiterados, no como referencia a un
proceso histórico que fuera como una situación de partida hacia un tal vez
inasequible punto de llegada.
Luego,
el error de ese “profesor” es que confunde la tradición con anquilosamiento; es
incapaz de darle un sentido y proyección a ella. Una persona como el piensa que
Chile, un país con 4.000 kilómetros de costa, debe dedicarse al pingue territorio
de la zona central, echando por la borda la potencia marítima y antártica.
Es
necesario que esa potencia formada por la tradición se proyecte en “metas hacia
las cuales avanzar, con la finalidad de conquistar objetivos que toda nación
debe poseer”, los cuales no son más que el bien común expresado como una
política nacional superior, o lo que se suele llamar “política nacional” o
“política de Estado”.
Gustavo
Cuevas Farren plantea que la política nacional es la “gran política" en
los términos de Osvaldo Lira; es mediante su desarrollo y ejecución que la
nación se adueña de su destino y orienta su evolución, “y ello permite a la
comunidad producir una historia independiente centrada en Objetivos que se
desprenden del ser nacional y que procuran lograr la satisfacción de sus
necesidades materiales y espirituales”. Por lo tanto, será “un instrumento con
el cual es posible afianzar la unidad de destino en lo universal a que aspira
toda sociedad política que desea consolidar un desarrollo autónomo y original”.
La
historia universal nos da buenos ejemplos de objetivos y políticas nacionales.
Muchas veces no son explicitados, pero subyacen implícitos en las acciones de
los pueblos y sus gobernantes. Tales son los casos de Estados Unidos y su
“destino manifiesto”, y España y su vocación universal. Cuevas Farren lo
ejemplifica con Inglaterra, y su objetivo de dominar los mares primero, y la
conservación de su Commonwealth después.
Los
objetivos nacionales no pueden ser patrimonio ideológico de determinado grupo político,
ni estar sujeta a variación política. Cuevas lo explica a partir de Chile y la
guerra con España; el país, que tenía como objetivo nacional fortalecer su
independencia y mantener una política exterior autónoma, se lanza por
instigación americanista a una guerra absurda. Esos objetivos nacionales son
nada más que la expresión de la unidad de destino histórico en lo universal.
Espero
que en una nueva sesión podamos explicar de lleno lo que es el nacionalismo, su
valor, sentido, y relevancia social y política.
Con
esta sesión concluimos la exposición inicial de este curso de formación cívica
y político-social de los ciudadanos rinoislandeses. Quedaremos a la espera de
los resultados de los comicios, y si Dios mediante alcanza su victoria el
movimiento nacional de los rinoislandeses, el Partido de la Unidad Nacional
Rinoislandés, seguiremos con estas breves capsulas.