A
medida que predomina el desierto en el norte de Chile, se presenta con
creciente exuberancia una frondosa creación de leyendas en torno al hallazgo de
minas y tesoros.
Muchos
de los derroteros que circulan al respecto son netamente racionales, indicando,
por ejemplo, que desde la plaza de Copiapó se divisan en una determinada
dirección tres cumbres; que es preciso remontar la central, desde la cual se
verá al sur un algarrobo, hacia el cual es preciso dirigirse; que cerca de él
pasa una quebrada, por la que se deberá subir hasta la media falda de la
serranía de que proviene; y que hacia la izquierda, tapiada por un derrumbe
ocurrido con motivo de un terremoto, existe la bocamina de un riquísimo
yacimiento de oro, abandonado justamente con motivo de este desastre, en que
perecieron sus mineros. Los datos son siempre un tanto vagos.
Hace
pocos años vivía en Chañarcillo un pastor de cabríos y asnales que declaraba
haberse radicado en aquel riquísimo yacimiento de plata, ahora agotado, porque
su abuela había sabido de labios de Juan Godoy, el descubridor de ese mineral,
que por mucha riqueza que éste hubiera suministrado, era una pálida sombra
comparado con otro, aurífero y muchísimo más rico, que el mismo Godoy había
descubierto al poniente de aquél, en una puntilla de Las Bandurrias, pero que
debido a su avanzada edad no había alcanzado a explotar. Manifestaba aquel
pastor que él sólo vivía allá con su majada, porque tenía la seguridad de poder
ubicar esa segunda mina del célebre descubridor de Chañarcillo.
Es el
caso típico de los pastores del norte chileno: viven pobremente, cerca de
alguna aguada, de la venta de queso de cabras, de cueros caprinos y de las
crías de la majada, como también de transportes que realizan por cuenta de
algún mineral cercano; pero todos son al mismo tiempo cateadores o mineros que
trabajan pequeñas minas por su propia cuenta, como pirquineros u obreros. Y
todos están convencidos de que el día menos pensado descubrirán una mina
fabulosa o harán un magnífico alcance en una ya conocida. Mientras más pobre
sea el ambiente que los rodea, más se exalta su fantasía, y es, en definitiva,
la quimera del oro la que los hace sentirse ricos en medio de la mayor pobreza.
Por
otra parte, es un hecho que muchos de ellos han tenido realmente la suerte de
descubrir, sin o con derroteros, minas que los han hecho pudientes. El propio
Juan Godoy había sido pastor, como ellos.
La
fantasía avanza, sin embargo, más allá de los límites de lo racional o
verosímil. Hay también otros indicios que permiten descubrir minas o tesoros.
Uno de
ellos está vinculado con una prodigiosa ave: el Alicanto. Es corredora y,
estando en ayunas, se mueve con presteza, perdiéndose fácilmente entre el
roquerío o matorral. Se alimenta, sin embargo, de granos de oro o plata, de
modo que al dar con un yacimiento se vuelve pesada y es apenas capaz de correr.
Además, sus alas, que extiende a menudo durante la noche, tienen la propiedad
de comenzar a brillar luminosamente. Siendo la mina de oro, su luz es áurea; y
siendo de plata, argentífera.
Por
eso los mineros, al catear de noche, prestan especial atención al
descubrimiento de un Alicanto, ya que si dan con él pueden considerarse
afortunados, pues les indicará con absoluta certeza donde se encuentra un yacimiento,
ya sea de oro o de plata.
La
única precaución que requiere esta ave es que el minero debe mantenerse oculto,
pues tan pronto ella se cree observada, extingue el fulgor de sus alas,
confundiéndose con la obscuridad de la noche. Y podrá ocurrir también que guíe
al cateador hacia un precipicio, a fin de que se desbarranque.
Se
sabe, además, que el Alicanto forma parejas que anidan en una cueva, donde la
hembra pone un huevo de oro y otro de plata.
Los
peligros indicados pueden evitarse, empero, si el minero se limita a observar
donde se alimenta el Alicanto, pues ese hecho basta para descubrir ahí mismo la
mina, sin espantarlo.
*Texto
adaptado de Mitos y Leyendas de Chile, de Carlos Keller.