Manuscrito encontrado en las costas de Yucatán

El 20 de agosto, 1917, yo, Karl Heinrich Graf von Altberg-Ehrenstein, capitán de corbeta en la Armada Alemana Imperial y a cargo del submarino U-29, deposito esta botella y esta constancia en el océano Atlántico en un punto para mi desconocido pero probablemente cerca de 20 grados de latitud norte, 35 grados longitud oeste, donde mi nave yace, inutilizada, en el fondo oceánico. Hago esto debido a mi deseo de poner ante el público ciertos hechos inusuales; cosa que con toda probabilidad no sobreviviré para realizar en persona, dado que las circunstancias que me rodean son tan amenazadoras como extraordinarias, e incluyen no solamente la inutilización desesperada del U-29, sino también el más desastroso deterioro de mi férrea voluntad alemana.
La tarde del 18 de junio, como he reportado por radio al U-61, con destino a Kiel, torpedeamos al carguero británico Victory, de Nueva York a Liverpool, en 45 grados 16 minutos de latitud norte, 28 grados 34 minutos longitud oeste; permitimos a la tripulación salir en botes para obtener una buena vista cinematográfica para los archivos del Almirantazgo. El barco se hundió muy pintorescamente, la proa primero, la popa saliendo a gran altura del agua mientras el casco se cayó perpendicularmente al fondo del mar. Nuestra cámara no perdió nada, y lamento mucho que un rollo tan fino nunca llegara a Berlín. Después, hundimos los botes salvavidas con nuestra artillería y nos sumergimos.

Cuando subimos a la superficie al atardecer, encontramos el cuerpo de un marino en la cubierta, aferrándose a la baranda en una manera curiosa. El pobre infeliz era joven, algo moreno y de muy buen parecer; probablemente era italiano o griego y sin duda de la tripulación del Victory. Evidentemente, había buscado refugio en precisamente la misma nave que se vio forzada a destruir la suya —otra víctima de la guerra injusta de agresión que los malditos cerdos ingleses están librando contra la Patria. Nuestros hombres le registraron en búsqueda de algún souvenir y hallaron una pieza muy extraña de marfil en el bolsillo de su abrigo, tallado para representar la cabeza de un joven, coronada con laurel. Mi colega, el Teniente Kienze, creía que era antiguo y poseía valor artístico, y por lo tanto lo tomó de los hombres para él. Cómo había llegado a la posesión de un marino común ni él ni yo podía imaginar.

Al lanzar el cadáver por la borda, ocurrieron dos incidentes que crearon mucha perturbación en la tripulación. Los ojos del muchacho habían estado cerrados; pero mientras se arrastraba su cuerpo a la baranda el movimiento los abrió, y muchos tenían la ilusión rara que miraron fijamente y burlonamente a Schmidt y Zimmer, quienes inclinaron sobre el cuerpo. El contramaestre, Muller, un anciano que hubiera ido mejor si no fuera un canalla alsaciano supersticioso, se impresionó tanto con esta idea que observó el cuerpo en el agua; y él juró que después de hundirse un poco, se retrajo sus miembros en una posición de natación y se marchó rápidamente hacia el sur debajo de las olas. A Kienze y a mí no nos gustó esas muestras de ignorancia campesina, y les reprendimos a los hombres severamente, especialmente a Muller.

El próximo día surgió una situación muy molesta por la indisposición de algunos de nuestra tripulación. Evidentemente sufrieron de la presión nerviosa por nuestro largo viaje, y habían tenido pesadillas. Varios parecían bastante aturdidos y tontos; después de cerciorarme que no estaban fingiendo sus dolencias, les relevé de sus deberes. El mar estaba picado, así que nos bajamos a una profundidad donde las olas no nos molestaban tanto. Allí quedamos relativamente mas calmos, a pesar de alguna corriente algo desconcertante hacia el sur que no podíamos identificar en nuestras cartas náuticas. Los gemidos de los enfermos nos molestaban mucho; pero ya que no parecía demoralizar al resto de la tripulación, no tomamos medidas drásticas. Nuestro plan era quedarnos donde estabamos e interceptar el transatlántico Dacia, mencionado en información de agentes en Nueva York.

Cerca del anochecer subimos a la superficie y encontramos el mar mas calmo. El humo de un acorazado estaba en el horizonte norteño, pero nuestra distancia y la capacidad de sumergirnos nos mantenían seguros. Lo que nos preocupó más fue la forma de hablar del contramaestre Muller, que se volvía más descabellado durante la noche. Estaba en un estado detestablemente pueril, y farfullaba de alguna ilusión de cadáveres pasaban tras las portillas bajo el mar a la deriva; cadáveres que le miraban intensamente, y que él reconoció por haberlos visto en algunas de nuestras proezas victoriosas alemanas, a pesar de la hinchazón. Dijo que el joven que habíamos encontrado y echado por la borda era su líder. Esto fue horripilante y anormal, así que confinamos a Muller en grilletes y mandamos azotarlo. Los hombres no estaban contentos por su castigo, pero la disciplina era necesaria. También negamos la petición de una delegación encabezada por el marino Zimmer, que la curiosa cabeza tallada de marfil sea echada al mar.

El 20 de junio, los marinos Bohin y Schmidt, quienes habían estado enfermos el día anterior, se volvieron violentamente locos. Lamenté que no había médico incluido en nuestra dotación de oficiales, ya que las vidas alemanas son preciosas; pero los constantes desvaríos de los dos acerca de una terrible maldición fueron muy subversivos de la disciplina, así que medidas drásticas fueron tomados. La tripulación aceptó el evento en manera huraña, pero parecía tranquilizar a Muller; él no nos dió problemas a partir de ahí. En la tarde le soltamos, y él cumplió con sus deberes en silencio

En la semana siguiente estuvimos todos muy nerviosos, esperando al Dacia. La tensión se agravó por la desaparición de Muller y Zimmer, quienes sin duda se suicidaron como resultado de los temores que parecían acosarles, aunque no fueron vistos en el instante que saltaron por la borda. Me sentí algo contento por deshacerme de Muller, porque hasta su silencio había afectado la tripulación desfavorablemente. Todos parecían tener la tendencia de quedarse callados ahora, como si guardaran un temor secreto. Muchos estaban enfermos, pero ninguno se había trastornado. El teniente Kienze irritado por la presión, y se molestó por la más pequeña minucia —tal como el banco de delfines que se juntó alrededor del U-29 en números cada vez más elevados, y la intensidad creciente de esa corriente hacia el sur que no se encontraba en nuestra carta.

Con el tiempo se hizo evidente que habíamos perdido al Dacia por completo. Tales fracasos no son raros y nos sentimos más contentos que decepcionados, ya que ahora se impuso nuestro regreso a Wilhelmshaven. Al mediodía el 28 de junio giramos hacia el noreste, y a pesar de algunos enredos bastante cómicos con los números inusuales de delfines, pronto estuvimos en marcha.

La explosión en la sala de máquinas a las dos de la mañana fue totalmente inesperada. No se había notado ningún defecto en la maquinaria ni negligencia en la tripulación, pero sin ningún aviso el submarino se atormentó de un extremo al otro por una sacudida colosal. El teniente Kienze se fue apresuradamente a la sala de máquinas, donde encontro el tanque de combustible y la mayoría del mecanismo destrozado, y los maquinistas Raabe y Scheider muertos al instante. Nuestra situación se había vuelto gravísima de pronto; porque aunque los regeneradores de aire estaban intactos y aunque pudimos usar los aparatos para subir y sumergir el barco y abrir las escotillas mientras el aire comprimido y los acumuladores aguantaban, fuimos impotentes en propulsar o pilotar el submarino. Buscar rescate en las lanchas salvavidas sería entregarnos a las manos de enemigos irrazonablemente amargados contra nuestra gran nación alemana, y nuestra radio no habia conseguido ponernos en contacto con otro submarino de la Armada Imperial desde el acontecimiento con el Victory.

Desde la hora del accidente hasta el 2 de julio fuimos a la deriva constantemente hacia el sur, casi sin planes y sin encontrar buque alguno. Delfines todavía rodeaban al U-29, un acontecimiento insólito considerando la distancia que habíamos recorrido. En la mañana del 2 de julio avistamos un buque de guerra con bandera estadounidense, y la tripulación volvió muy inquieta en su deseo de rendirse. Finalmente Teniente Menze tuvo que disparar a un marinero llamado Traube, que instó este acto poco alemán con violencia especial. Este hizo callar a la tripulación por un tiempo, y nos sumergimos sin ser vistos.

La próxima tarde una bandada densa de aves marinas aparecieron desde el sur, y el océano empezó a subir y bajar amenazadoramente. Cerrando nuestras escotillas, esperamos a ver cómo se desarrollaba la situación hasta que nos dimos cuenta de que o nos sumergíamos o éramos anegados en las olas crecientes. Nuestra presión de aire y electricidad se disminuían, y quisimos evitar todo uso innecesario de nuestros pocos recursos mecánicos; pero en este caso no había opción. No descendimos mucho, y cuando después de varias horas se calmó el mar, decidimos volver a la superficie. Aquí, sin embargo, otro problema surgió; porque el barco no respondió a nuestra dirección a pesar de que los maquinistas hicieron todo lo que pudieron hacer. Mientras los hombres se volvieron más asustados por este encarcelamiento submarino, algunos empezaron a murmurar de nuevo acerca de la imagen de marfil de Teniente Kienze, pero se calmaron al ver una pistola automática. Mantuvimos a los pobres diablos tan ocupados como pudimos, reajustando la maquinaria aún cuando sabíamos que era inútil.

Kienze y yo dormíamos en diferentes turnos; y mientras dormía, cerca de las cinco de la mañana del 4 de julio, se desató el motín. Los seis cerdos restantes de marineros, sospechando que estábamos perdidos, repentinamente estallaron en una loca furia ante nuestra negativa a rendirse al acorazado yanqui dos días antes, y estaban en un delirio de maldición y destrucción. Rugían como los animales que eran, y rompieron instrumental y mobiliario indiscriminadamente; gritando sobre tonterías como la maldición de la imagen de marfil y el oscuro joven muerto que los miraba y se alejaba nadando. El teniente Kienze se veía paralizado e ineficiente, como cabría esperar de un renano blando y afeminado. Los acribillé a los seis hombres, pues fue necesario, y me aseguré de que no sobreviviera ninguno.

Lanzamos los cuerpos por las escotillas dobles y nos quedamos solos en en U-29. Kienze se veía muy nervioso, y bebía demasiado. Estaba decidido a sobrevivir tanto como fuera posible, usando el generoso depósito de provisiones y el suministro de oxígeno, que no habían sufrido de las locas payasadas de aquellos malditos puercos de marineros. Nuestras brújulas, barómetros y otros instrumentos delicados se arruinaron; de modo que en adelante nuestros cálculos serían estimaciones, basado en nuestros cronómetros, el calendario y nuestra aparente deriva según lo juzgamos por cualquier objeto que pudiéramos espiar por los ojos de buey o por la torreta. Afortunadamente teníamos baterías capaces aún de largo uso, tanto para alumbrado interior como para los reflectores. A menudo barríamos con el reflector alrededor de la nave, pero sólo veíamos delfines nadando paralelos a nuestro propio curso de deriva. Yo me sentía científicamente interesado en aquellos delfines, ya que aunque el Delphinus Delphis común es un cetáceo incapaz de sobrevivir sin aire, observé a uno de esos nadadores durante cerca de dos horas y no lo vi abandonar en ningún momento su inmersión.

Con el paso del tiempo, Kienze y yo concluimos que todavía estábamos derivando hacia el sur, mientras tanto nos hundíamos más y más. Notamos la fauna y flora marinas, y leí mucho sobre el tema en los libros que había llevado conmigo para los momentos de ocio. No podía dejar de observar, sin embargo, el poco conocimiento científico de mi compañero. Su mente no era prusiana, sino dada a imaginaciones y especulaciones que sin valor. El hecho de nuestra inminente muerte le afectó de manera curiosa, y el rezaba frecuentemente arrepentido por los los hombres, mujeres y niños que envió al fondo; olvidando que todas las cosas son nobles cuando sirven al Estado Alemán. Después de un tiempo se volvió notablemente desequilibrado, mirando por horas su imagen de marfil y tejiendo historias fantásticas sobre las cosas perdidas y olvidadas bajo el océano. Aveces, como en un experimento psicológico, lo guiaba en sus desvaríos y escuchaba sus interminables citas poéticas y cuentos sobre naves hundidas. Me lamenté mucho por él, no en gusta ver a un alemán sufrir; pero no era un buen hombre con quien morir. En cuanto a mí, sabiendo cómo la Patria honraría mi memoria y cómo se enseñaría a mis hijos a ser hombres como yo.

El 9 de agosto, observamos el fondo oceánico, y enviamos un poderoso haz desde el reflector. Era una vasta llanura ondulada, cubierta en su mayoría de algas marinas, y sembrada con conchas de pequeños moluscos. Aquí y allí había objetos embarrados de contornos desconcertantes, cubiertos de hierbas e incrustados de percebes, que Kienze declaró que debían ser antiguos barcos que yacían en sus tumbas. Le sorprendió una cosa, un pico de materia sólida que sobresalía sobre el lecho oceánico cerca de un metro; de unos sesenta centímetros de espesor, con lados planos y superficies lisas superiores que se reunían en un ángulo muy obtuso. Le dije que eso debía ser la cima un poco de roca aflorante, pero Kienze creyó ver tallas en ella. Al cabo de un rato empezó a temblar y se apartó de la escena como si estuviese asustado; sin embargo, no podía dar ninguna explicación, salvo que estaba dominado por la inmensidad, la oscuridad, la lejanía, la antigüedad y el misterio de los abismos oceánicos. Su mente estaba cansada, pero yo soy siempre un alemán, y me di cuenta rápidamente de dos cosas: que el U-29 soportaba admirablemente la presión del mar profundo y que los peculiares delfines seguían a nuestro alrededor, incluso a una profundidad donde el la existencia de organismos complejos es considerada imposible por la mayoría de los biólogos. Estaba seguro de que antes había sobreestimado nuestra profundidad; pero aún así debemos haber sido lo suficientemente profundos como para hacer que estos fenómenos sean notables. Nuestra velocidad hacia el sur, según lo medía por el suelo del océano, era más o menos la estimada mediante los organismos con los que nos habíamos cruzado en niveles superiores.

A las tres y cuarto de la tarde del 12 de agosto, el pobre Kienze enloqueció completamente. Había estado en la torreta usando el reflector, cuando lo ví precipitarse en la biblioteca, donde yo estaba leyendo, y su rostro lo traicionó instantáneamente. Repito aquí lo que dijo, subrayando las palabras que él enfatizó: «¡Él está llamando, está llamando, yo lo oigo, tenemos que ir!» Mientras hablaba, sacó su imagen de marfil de la mesa, se la metió en el bolsillo y agarró mi brazo con un esfuerzo para arrastrarme por la escalera hasta la cubierta. En un instante comprendí que él quería abrir la escotilla y zambullirse conmigo en el agua afuera, un capricho de manía suicida y homicida para la que apenas estaba preparado. Cuando me quedé atrás e intenté calmarlo, él se volvió más violento, diciendo: «Ven ahora —no esperes más tarde, es mejor arrepentirse y ser perdonados que desafiar y ser condenados». Entonces intenté lo contrario del plan calmante, y le dije que estaba loco, lamentablemente demente. Pero se mantuvo inconmovible, y gritó: «Si yo estoy loco, es misericordia . Que los dioses se apiaden del hombre que en su insensibilidad puede permanecer cuerdo hasta el horrible final, ¡ven y enloquece mientras todavía llama con misericordia!"

Este estallido parecía aliviar una presión en su cerebro; porque cuando terminó se hizo mucho más suave, pidiéndome que lo dejara marchar solo si no lo acompañaba. Mi curso inmediatamente se hizo claro. Era un alemán, pero sólo un renano y un plebeyo; y ahora era un demente potencialmente peligroso. Cumpliendo con su petición suicida podía liberarme inmediatamente de alguien que ya no era un compañero sino una amenaza. Le pregunté si me podría dar la imagen de marfil antes de que se vaya, pero esta petición trajo una risa tan misteriosa que no se lo repetí. Cuando le pregunté si quería dejar algún recuerdo o un mechón de cabello para su familia en Alemania, por si se daba el caso de que fuera rescatado, pero de nuevo prorrumpió en esa extraña risa. Así que mientras él subía la escalerilla, yo acudí a las palancas y, guardando el pertinente intervalo, accioné la maquinaria que le envió a la muerte. Después de ver que ya no estaba a bordo, dirigí el reflector alrededor tratando de lograr un último vistazo, ya que deseaba comprobar si la presión del agua lo había aplastado, tal y como debiera teóricamente haber ocurrido, o si por el contrario el cuerpo no había sido afectado, tal y como sucedía con aquellos extraordinarios delfines. No logré, de todos modos, localizar a mi difunto compañero, ya que los delfines se amontonaron densamente, estorbándome alrededor de la torreta.

Esa noche me arrepentí de no haber tomado la imagen de marfil de manera subrepticia del bolsillo del pobre Kienze cuando se marchó, porque su memoria me fascinaba. No podía olvidar la joven y bella cabeza con su frondosa corona, aunque no soy por naturaleza un artista. También lamento que no tuviera a nadie con quien conversar. Kienze, aunque no era mi igual intelectual, era mucho mejor que nadie. No dormí bien esa noche, y me pregunté exactamente cuándo llegaría el fin. Seguramente, tenía pocas posibilidades de rescate.

Al día siguiente subí a la torreta y comencé la barrido con el reflector como de costumbre. Hacia el norte el panorama era similar al de los cuatro días que habíamos tardado en alcanzar el fondo, pero noté que la deriva del U-29 resultaba menos rápida. Según paseaba el haz por el sur, advertí que el suelo oceánico a proa tomaba un pronunciado declive y aparecían bloques de piedra curiosamente regulares en algunos lugares, dispuestos como si respondondieran a algún patrón. La nave no bajaba paralela al fondo oceánico, por lo que me ví obligado a ajustar el reflector para lograr que el haz apuntara lo más abajo posible. Debido a la rapidez del cambio se desconectó un cable, lo que obligó a una pausa de varios minutos mientras lo reparaba; pero al fin la luz se proyectó, inundando el valle marino que tenía debajo.

No soy dado a la emoción de ningún tipo, pero mi asombro fue muy grande cuando ví lo que se reveló en ese resplandor eléctrico. Y sin embargo, como uno se crió en el mejor Kultur de Prusia, no me habría sorprendido, porque la geología y la tradición nos hablan de grandes transposiciones en áreas oceánicas y continentales. Lo que ví fue un extenso y elaborado conjunto de edificios arruinados; todo de arquitectura magnífica aunque no clasificada, y en varias etapas de la preservación. La mayoría parecía de mármol, reluciente en blanco en los rayos del reflector, y el plano general era de una gran ciudad en el fondo de un estrecho valle, con numerosos templos aislados y villas en las empinadas laderas. Se derrumbaron los techos y las columnas se rompieron, pero aún quedaba un aire de esplendor inmemorialmente antiguo que nada podía borrar.

Confrontado al fin con la Atlántida que antes había considerado en gran medida un mito, yo era el más ansioso de los exploradores. En el fondo de ese valle había fluido un río; pues al examinar la escena más de cerca vi los restos de puentes de piedra y mármol y murallas de mar, terrazas y terraplenes, una vez verdes y hermosos. Con mi entusiasmo me volví tan idiota y sentimental como el pobre Kienze, y tardé mucho en notar que la corriente hacia el sur había cesado por fin, permitiendo que el U-29 se instalara lentamente sobre la ciudad hundida como un avión aterriza sobre una ciudad de la tierra superior. Yo también tardé en darme cuenta de que la banco de delfines inusuales había desaparecido

En un par de horas la nave fue a descansar sobre una plaza pavimentada cerca de la pared rocosa del valle. A un lado podía ver toda la ciudad descendiendo desde la plaza a la antigua orilla del río; al otro lado, en una estrecha proximidad, me encontré con la fachada ricamente ornamentada y perfectamente conservada de un gran edificio, evidentemente un templo, excavado en la roca. De la obra original de esta cosa titánica sólo puedo hacer conjeturas. La fachada, de inmensa magnitud, cubre aparentemente un gran hueco continuo; ya que sus ventanas son muchas y ampliamente distribuidas. En el centro bosteza una gran puerta abierta, alcanzada por un impresionante tramo de escalones, y rodeada de exquisitas tallas como las figuras de los bacanales en relieve. En primer lugar están las grandes columnas y frisos, ambos decorados con esculturas de inexpresable belleza; obviamente retratando escenas pastorales idealizadas y procesiones de sacerdotes y sacerdotisas que llevaban estratos ceremoniales en adoración a un dios radiante. El arte es de la perfección más fenomenal, en gran parte helénico en la idea, pero extrañamente individual. Transmite una impresión de terrible antigüedad, como si fuera el más remoto, más que el antepasado inmediato del arte griego. Tampoco puedo dudar que cada detalle de este producto masivo fue formado a partir de la roca virgen de la ladera de nuestro planeta. Es evidentemente una parte de la pared del valle, aunque cómo el extenso interior fue excavado no lo puedo imaginar. Quizás una caverna o una serie de cavernas proporcionaran el núcleo. Ni la edad ni la inmersión han corroído la grandiosidad prístina de este terrible templo —pues de debe serlo— y hoy, después de miles de años, permanece inmaculada e inviolable en la noche interminable y el silencio de un abismo oceánico.

No puedo contar el número de horas que pasé mirando la ciudad hundida con sus edificios, arcos, estatuas y puentes, y el templo colosal con su belleza y misterio. Aunque sabía que la muerte estaba cerca, mi curiosidad me consumía; Y arrojé el haz del reflector en una ansiosa búsqueda. El haz de luz me permitió aprender muchos detalles, pero se negó a mostrar nada dentro de la puerta abierta del templo rocoso; y después de un tiempo apagué la corriente, consciente de la necesidad de conservar la energía. Los rayos eran perceptiblemente más oscuros de lo que habían sido durante las semanas de la deriva. Y como agudizado por la privación de luz que viene, mi deseo de explorar los secretos acuosos creció. ¡Yo, un alemán, debería ser el primero en pisar esos caminos olvidados!

Conseguí y revisé una escafandra de profundidad, realizada en metal articulado, y probé la luz portátil y el regenerador de aire. Aunque resultaría problemático manipular a solas las dobles escotillas, me creía capaz de sobrepasar cualquier obstáculo gracias a mi capacidad científica. Y caminar realmente en persona por la ciudad muerta.

El 16 de agosto salí del U-29, y laboriosamente hice mi paseo a través de las ruinas y las calles llenas de barro hasta el antiguo río. No encontré esqueletos u otros restos humanos, pero recogí una gran cantidad de conocimientos arqueológicos de esculturas y monedas. De esto no puedo hablar ahora sino para expresar mi temor a una cultura en el pleno mediodía de la gloria cuando los cavernícolas vagaban por Europa y el Nilo fluía inexplorado hacia el mar. Otros, guiados por este manuscrito si alguna vez se encuentra, deben revelar los misterios de los que sólo puedo especular. Volví a la nave mientras mis baterías eléctricas se debilitaban, decidido a explorar el templo de roca al día siguiente.

El 17, cuando mi impulso para buscar el misterio del templo se hizo aún más insistente, una gran decepción me sucedió; porque encontré que los materiales necesarios para reponer la luz portátil habían perecido en el motín de esos cerdos en julio. Mi rabia era ilimitada, pero mi sentido alemán me prohibía aventurarme sin preparación en un interior completamente negro que pudiera ser la guarida de algún indescriptible monstruo marino o un laberinto de pasajes de cuyos arrollamientos nunca podría liberarme. Todo lo que pude hacer fue encender el reflector menguante del U-29, y con su ayuda subir los escalones del templo y estudiar las tallas exteriores. El haz de luz entró en la puerta en un ángulo hacia arriba, y me asomé para ver si podía vislumbrar algo, pero todo en vano. Ni siquiera el techo era visible; Y aunque di un paso o dos dentro después de probar el piso con un bastón, no me atreví a ir más lejos. Además, por primera vez en mi vida experimenté esa emoción llamada miedo. Comencé a comprender cómo se habían desatado algunos de los estados de ánimo del pobre Kienze, ya que mientras el templo parecía reclamarme más y más, empecé a temer sus acuosos abismos con creciente terror ciego. De vuelta al submarino, apagué las luces y me senté a meditar en la oscuridad. Debía preservar ahora la electricidad para las emergencias.

El sábado 18 lo pasé en la oscuridad total, atormentado por mis pensamientos y recuerdos que amenazaban con superar mi voluntad alemana. Kienze se había vuelto loco y había muerto antes de llegar a este último remanente de un pasado irracionalmente remoto, y me había aconsejado ir con él. ¿Era, de hecho, el Destino preservando mi razón sólo para atraerme irresistiblemente a un fin más horrible e impensable de lo que cualquier hombre ha soñado? Claramente, mis nervios estaban sometidos a una gran tensión, y debía desechar estas impresiones propias de los hombres más débiles. No pude dormir el sábado por la noche, y encendí las luces sin importar el futuro. Era molesto que la electricidad no durara tanto como el aire y las provisiones. Reviví mis pensamientos de eutanasia y examiné mi pistola automática. Hacia la mañana me debí haber dormido con las luces encendidas, pues me desperté en la oscuridad ayer por la tarde para encontrar las baterías muertas. Encendí varios fósforos sucesivamente, y lamenté desesperadamente la insensatez que me había llevado a malgastar hace mucho tiempo las pocas velas que llevábamos.

Tras apagarse la última vela que me atreví a gastar, me senté en completa inmovilidad, sin luces. Mientras reflexionaba sobre el inevitable fin, mi mente volvía a los sucesos previos, y desarrollaba una impresión hasta entonces inactiva que habría hecho temblar a un hombre más débil y supersticioso. La cabeza del dios radiante en las esculturas del templo de roca es la misma que el pedazo de marfil tallado que el marinero muerto trajo del mar y que el pobre Kienze devolvió al mar.

Yo estaba un poco aturdido por esta coincidencia, pero no me aterrorizó. Sólo el pensador inferior se apresura a explicar lo singular y lo complejo mediante el atajo primitivo del sobrenaturalismo. La coincidencia era extraña, pero yo era demasiado razonable para relacionar circunstancias que no admitían conexión lógica, o para asociar de manera extraña los desastrosos acontecimientos que habían conducido desde el asunto del Victoria a mi situación actual. Sintiendo la necesidad de más descanso, tomé un sedante y me aseguré un poco más de sueño. Mi estado nervioso se reflejaba en mis sueños, porque parecía oír los gritos de las personas que se ahogaban y ver caras muertas presionando contra las troneras de la nave. Y entre los rostros muertos estaba el rostro vivo y burlón de la juventud con la imagen de marfil.

Tengo que tener cuidado de cómo registro mi despertar hoy, porque no estoy tenso, y mucha alucinación está necesariamente mezclada con el hecho. Psicológicamente mi caso es muy interesante, y lamento que no pueda ser observado científicamente por una autoridad competente alemana. Al abrir mis ojos mi primera sensación fue un deseo excesivo de visitar el templo de roca; un deseo que crecía cada instante, pero que buscaba automáticamente resistir a través de alguna emoción de miedo que operaba en la dirección inversa. A continuación me llegó la impresión de luz en medio de la oscuridad causadas por las baterías muertas, y me pareció ver una especie de resplandor fosforescente en el agua a través de la escotilla que se abría hacia el templo. Esto despertó mi curiosidad, pues no conocía ningún organismo abismal capaz de emitir semejante luminosidad.

Pero antes de que pudiera investigar, me llegó una tercera impresión que, debido a su irracionalidad, me hizo dudar de la objetividad de lo que mis sentidos pudieran registrar. Era una ilusión auditiva: una sensación de sonido rítmico y melódico como de un canto salvaje pero hermoso o de un himno coral, que viene desde el exterior a través del casco absolutamente insonorizado del U-29. Convencido de mi anormalidad psicológica y nerviosa, encendí algunos fósforos y vertí una dosis dura de solución de bromuro de sodio, que parecía calmarme hasta el punto de disipar la ilusión del sonido. Pero la fosforescencia permaneció, y tuve dificultad en reprimir un impulso infantil para ir a la escotilla y buscar su fuente. Era horriblemente realista, y pronto podía distinguir con su ayuda los objetos familiares que me rodeaban, así como el vaso vacío de bromuro de sodio del que no había tenido ninguna impresión visual anterior en su ubicación actual. Esta última circunstancia me hizo reflexionar, y cruzé la habitación y toqué el vaso. En realidad estaba en el lugar donde yo había parecido verlo. Ahora sabía que la luz era real o parte de una alucinación tan fija y consistente que no podía esperar disiparla, abandonando así toda resistencia, ascendí a la torreta para buscar la fuente luminosa. ¿No sería realmente otro submarino, ofreciendo posibilidades de rescate?

Es comprensible que el lector no acepte nada de lo que sigue como verdad objetiva, ya que los hechos trascienden la ley natural, son necesariamente las creaciones subjetivas e irreales de mi mente sobrecargada. Cuando alcancé la torreta encontré el mar en general mucho menos luminoso de lo que esperaba. No había fosforescencia animal o vegetal, y la ciudad que se inclinaba hacia el río seguía invisible en la oscuridad. Lo que sí vi no era espectacular, ni grotesco ni aterrador, pero me quitó el último vestigio de confianza en mi conciencia. Porque la puerta y las ventanas del templo submarino tallado en la colina rocosa estaban vivamente iluminadas por un resplandor vacilante, como por una poderosa llama del altar que había en el interior.

Los siguientes incidentes son caóticos. Mientras miraba fijamente la puerta y las ventanas misteriosamente iluminadas, sufrí las visiones más extravagantes: visiones tan extravagantes que ni siquiera puedo relacionarlas. Imaginé que distinguía objetos en el templo —objetos tanto estacionarios como móviles— y parecía oír de nuevo el canto irreal que había flotado alrededor mío cuando me desperté. Y sobre todo se elevaban pensamientos y miedos centrados en el joven del mar y la imagen de marfil cuya escultura se duplicaba en el friso y las columnas del templo ante mí. Pensé en el pobre Kienze, y me pregunté dónde descansaría su cuerpo con la imagen que había llevado al mar. Él me había advertido de algo, y yo no había prestado atención —ya que era un renano de mente débil que enloquecía ante problemas que un prusiano podía soportar con facilidad.

El resto es muy simple. Mi impulso de visitar y entrar en el templo se ha convertido ahora en un mandato inexplicable e imperioso que en última instancia no se puede negar. Mi propio voluntad alemana ya no controlará mis actos, y la propia elección sólo será posible ahora en asuntos menores. Tal demencia fue lo que llevó a Kienze a morir, con na cabeza desnuda y desprotegido en el océano; Pero soy un prusiano y un hombre de razón, y usaré hasta el último poco que tengo. Cuando vi por primera vez que debía ir, preparé mi traje de buceo, mi escafandra y mi regenerador de aire para uso inmediato, e inmediatamente comencé a escribir esta crónica apresurada con la esperanza de que llegue algún día al mundo. Yo sellaré el manuscrito en una botella y lo confiaré al mar mientras dejo el U-29 para siempre.

No tengo miedo, ni siquiera a las profecías del demente de Kienze. Lo que he visto no puede ser real, y sé que este trastorno de mi propia voluntad tan sólo puede llevarme a la muerte por asfixia una vez se me agote el aire. La luz del templo es una completa ilusión y moriré en calma, como un alemán, en las oscuras y olvidadas profundidades. Esa risa demoníaca que escucho mientras escribo procede únicamente de mi cerebro debilitado. Así que me colocaré meticulosamente la escafandra y caminaré resuelto los peldaños que conducen a ese santuario primitivo, ese silencioso secreto de las insondables aguas y los incontables años.

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