Como sucede con muchos políticos exitosos, Javier Milei se resume y explica en lo primero que cualquiera nota de él: Su pelo. Ésta fue su puerta de entrada a casi todos los programas de conversación y debate de televisión, donde, segunda clave de su éxito, su ferocidad desatada, su negativa a escuchar al otro y atender los argumentos de nadie más que de él mismo, terminaba por impresionar a quienes lo mirábamos hipnotizados.
Porque la clave de su éxito no está ni en su raro peinado nada de nuevo, ni en su discurso inflamado e inflamante, sino en el contraste entre ambos. Una persona que se peina así todos los días del señor— pensaría uno—ha renunciado a tener la razón, y quiere simplemente que se rían con ella. Una persona que se peina así debe tener sentido del humor, debe ser, ya que lo toleran a él, tolerante. Pero la sonrisa de Milei es glacial, su sentido del humor inexistente, su corazón helado, su odio perpetuo, su adolescencia permanente, su tolerancia imposible.
Este contraste entre el peinado que hace reír y el discurso que hace temblar o llorar es algo que había explotado antes Donald Trump. Trump, que llegó a ser presidente justamente porque nadie lo tomó en serio. Inevitable imán para las televisiones y las redes sociales del mundo, supo que el peinado que le evitaba las trampas del prestigio le abría el de la fama, que lo es en política posmoderna casi todo.
Rubio, millonario, ególatra, misógeno, racista, se esforzó en ser todas esas cosas que su pelo anunciaba mientras sus enemigos pasaron de minimizarlo a endiosarlo, lanzándole querella tras querella, insultos, infundios, todos agravios que no hacían más que hacer crecer justamente su simpatía ante sus votantes. Votantes que se reconocen como él, ridiculizados, apartados, querellados, burlados por esa casta seria y gris, por ese mundo terrible de los que se peinan correctamente o que se despeinan a la moda.
La fórmula es impecablemente la misma: Un caporal alemán se deja el mismo bigote que el cómico más famoso del mundo. El cómico actúa de vagabundo, que es lo que era el caporal alemán antes de predicar en una cervecería bávara. Pero el vagabundo de las películas es inmigrante, mientras el caporal odia justamente eso, los inmigrantes que fustiga con un odio paranoide, sin permitirse ni la menor dosis de humor. Nadie lo toma en serio, pero seduce a todos los que, como él, nadie toma en serio. Los mismos que había seducido antes un ex socialista italiano que se rasuró el pelo, sobreactuando en una camisa negra que le quedaba chica para todos sus gestos marciales.
Milei, que no es propiamente un fascista, porque el fascismo significaría un orden, un sistema, al que todo en él se rebela, le añade a la fórmula del peinado y el odio, del bigote que contradice la boca, dos elementos propiamente argentinos. Primero, ese conocimiento económico salvaje, intuitivo y a menudo más propio del pensamiento mágico que del racional, que se ha convertido en los argentinos una segunda naturaleza.
La dolarización que Milei presenta como un milagro que solucionaría todos los problemas, es ya un hecho espiritual en la vida de los argentinos que piensan, o más bien rezan, en dólares. La idea de perderlo todo en una sola medida del banco central hace posible la idea de eliminarlo, aunque hacerlo asegure justamente ese corralito que todos temen. Los argentinos llevan décadas pidiendo que “se vayan todos”, sin pensar jamás que ese todo quizás lo incluya a ellos.
El otro elemento nacional en el discurso de Milei es su pedantería casi universitaria. El modo absolutamente abusivo con que lanza al ruedo sus credenciales austriacas, o ataca a los Keynesianos, como si todos estuvieran enterados de las diferencias entre las dos escuelas de pensamiento económico. Estas escuelas de pensamiento económico las mezcla con insultos, escupitajos y referencias a su perro Conan, la única autoridad que pareciera respetar. Esa es también una de las fórmulas de su éxito. Mussolini era un político lúcido, que se hacía el loco a veces, como lo hace Trump.
Milei, como el caporal alemán, está loco, completa y totalmente loco, completamente apartado de la realidad, reaccionando con una violencia desatada a todos los estímulos que recibe, pero suficientemente lúcido para entender que tiene que renunciar a su soltería y enamorarse de una vedette.
Loco, pero siguiendo la locura de su época, la de un narcisismo desbordado, una soledad radical, un endiosado egoísmo, una desconfianza sin límite, una sensación de que no se puede esperar nada de ninguna idea colectiva, que solo existe el que gana y que el que pierde tendría que retirarse del juego, es decir del mundo, para no seguir molestando a los ganadores con su presencia.
Como Pablo Iglesias o la Lista del Pueblo, gran parte del Frente Amplio y los Republicanos, Milei denuncia a “la casta”, que llama a derribar desde sus cimientos. Como Pablo Iglesias, o la Lista del Pueblo o gran parte del Frente Amplio y los Republicanos, no tiene más proyecto que éste. Habla por todos los que se peinan raro, por todos los que miran raro en sus oficinas y trabajos y sienten que no solo tienen la razón, sino que, de usarla, tendrían la fuerza. Habla por todos los que son pasto de las burlas de los demás que, cansados de pedir dignidad, quieren ahora ser campeones, únicos, triunfadores.
Las razones de su éxito son tan evidentes como las razones de lo que será su seguro fracaso. Cuando todos se peinen como él, su peinado dejará de ser único. Cuando no exista el banco central no tendrá como predecir o controlar la economía. Cuando desmantele su propio poder no quedará más que la impotencia.
Los suicidas también se matan. Cuando lo hacen nadie los puede resucitar ni matar nuevamente. Como lo sabe este gobierno, que intenta gobernarnos como puede. Cuando se llama a saltar los torniquetes, no se puede ya volver a llamar a pagar el pasaje. Cuando se hace del ego herido el motor de tu vida, se termina por dejar que sea la herida la que gobierne. Milei es eso, una herida que habla, un personaje cómico que está irresistiblemente destinado a llevarnos a la tragedia.


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